Hasta el siglo XVII, se creía que las diferencias biológicas y las aptitudes físicas eran determinadas por un dios y las características individuales que se daban desde el nacimiento, no cambiaban. Esta teoría fue desafiada por Darwin y Kant, quienes sugirieron que las modificaciones fenotípicas están relacionadas estrictamente con el ambiente1.
Los principios de Mendel en 1865, el aislamiento de la molécula de ADN en 1869, y cerca de un siglo después, el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN en 1953, establecieron los principios globales de la genética y la herencia.
El biólogo Conrad H. Waddington (1905–1975) acuñó el término epigenética para referirse a una nueva rama de la biología que se centra en las relaciones entre los genes y la expresión de las proteínas.
Si bien la organización general del ADN se comprendía desde mitad del siglo XX, el boom de la epigenética llegó mucho más tarde, durante 1990-2000, con los procedimientos de clonación y técnicas biológicas que permitieron identificar enzimas específicas, marcadores y silenciadores del ADN, llamados “mecanismos epigenéticos”.
La palabra Epigenética se refiere al estudio de las modificaciones que directamente afectan a la expresión de los genes, pero que no se deben a cambios en la secuencia del ADN1.
Los mecanismos epigéneticos incluyen la metilación del ADN, la modificación de histonas, y el micro ARN, que pueden producir cambios fenotípicos heredables sin cambiar la secuencia del ADN. Es decir, mediante estos cambios químicos, algunas partes del ADN que trae el individuo serán silenciadas, y por lo tanto no expresadas (esa característica no será manifestada) y otras partes serán activadas con la consecuente manifestación física de ese gen.
Los mecanismos epigenéticos se ven afectados por varios factores y procesos, incluidos el desarrollo en el útero y en la infancia, las sustancias químicas ambientales, los medicamentos, el estrés y la dieta, entre otros1.
El ambiente materno durante el embarazo puede afectar entonces el desarrollo e incrementar el riesgo de enfermedades crónicas en la descendencia.
Son claves los estudios epidemiológicos durante la hambruna holandesa de 1944-1945, donde se encontró que las mujeres embarazadas expuestas a la hambruna tuvieron hijos con peso bajo al nacer. Aunque pudieron alimentarse con normalidad después de la guerra, sus cuerpos no se repusieron de la desnutrición temprana. Al llegar a la adultez fueron más sensibles a: el estrés, la obesidad, la resistencia a la insulina, la hipertensión y la enfermedad cardiovascular y la esquizofrenia. Aunque habían estado perfectamente sanos al nacer, algo había sucedido dentro del útero materno durante la vida fetal, que podía afectarlos el resto de su vida, como también a su descendencia.
Estos efectos se transmitieron, aunque en forma mitigada, a una generación posterior. Podría decirse que los nietos de aquellas mujeres, quedaron con la «marca epigenética», sin haber conocido las privaciones de la guerra, lo que confirma que óvulos y espermatozoides arrastran la genética de sus padres y abuelos desde el mismo momento de la concepción2.
Por el contrario, los hijos de madres que llevan dietas con alta ingesta calórica durante el embarazo tienen más riesgo de enfermedades cardiovasculares, síndrome metabólico, insulinorresistencia, obesidad, depresión y esteatosis hepática no alcohólica2.
En estudios realizados en ratas, el estrés prenatal y postnatal se asoció a cambios del comportamiento en la vida adulta. En las crías que fueron separadas prematuramente de su madre, se afectó el comportamiento social de la vida adulta, con conductas de interacción social pobre y actitudes que demostraban mayor temor. Todo relacionado a mecanismos epigenéticos en la región del hipocampo de esas ratas hijas3.
Además, estudios realizados en monos Rhesus, comprobaron que el estrés perinatal y el comportamiento materno al nacimiento modificaron epigenéticamente el sistema inmunológico3.
Se ha propuesto también que la placenta sufre cambios epigenéticos relacionados a las experiencias sociales maternas, siendo esta fuente de biomarcadores de riesgo inmunológico y psiquiátrico. Estos hallazgos son muy difíciles de reproducir en humanos dado que es imposible medir la metilación de ADN en el tejido cerebral, y solo se pueden estudiar en saliva o sangre, y la relevancia en la fisiología y patología cerebral es incierta3.
Los niños concebidos por tratamiento de fertilización in vitro también tendrían cambios epigenéticos, dado que el procedimiento ocurre precisamente durante el período de mayores cambios en la organización del epigenoma4.
El genoma se somete a varias fases de programación epigenética durante la gametogénesis y el desarrollo embrionario temprano. Luego de la fertilización, hay una segunda ola de reprogramación epigenética, que se completa al momento de la implantación5.
Cuando estos primeros pasos ocurren en el laboratorio, es éste ambiente el que podría modificar la programación genética. El desarrollo embrionario in vitro depende de la intervención y manipulación del laboratorio para optimizar los resultados. Técnicas como la vitrificación, los sistemas de cultivo, la eclosión asistida, el ICSI y el estudio genético preimplantacional (PGT-A), así como la infertilidad per se, pueden ser fuente de modificaciones epigenéticas4-6.
Mucho hay aún por descifrar e investigar en este terreno tan interesante. Sin embargo, lo que ya sabemos es que el ambiente en el que somos gestados, en el que crecemos y nos desarrollamos nos modifica. No es solo una cuestión de genes.
Dra. Torno
Especialista en Ginecología
Especialista en Medicina de la Reproducción
Bibliografía
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